En las semanas antes de que Edgar Tumiñá fuera asesinado de nueve disparos en la cabeza, el líder indígena había tomado todas las precauciones para evitar ser visto mientras visitaba a su familia en Toribio, un pueblo del Cauca, en el suroeste de Colombia. Tumi, como todos lo conocían, había recibido tantas amenazas de muerte que se habían convertido en una monótona forma de terror cotidiano. “Me quieren asesinar”, me dijo en noviembre. Tres meses después, lo mataron.
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Tumi era un hombre tranquilo, musculoso, de casi 50 años. Sobrevivía trabajando la tierra y nunca empuñó un arma. Pero los grupos armados que se disputan el control de las economías ilícitas en su región lo consideraban una de sus mayores amenazas. Tumi se interponía en su camino, protegiendo un recurso codiciado: los menores de edad a reclutar. Cuando Tumi y un reducido grupo de líderes indígenas se enteraban de que los militantes se habían llevado a un menor, se adentraban en la selva, caminaban y navegaban en canoa durante horas y esperaban el tiempo que fuera necesario para reunirse con los comandantes armados y suplicar por la vida de niñas y niños de tan solo 12 años. Lo vi varias veces a finales del año pasado; a menudo estaba rodeado de los menores que había salvado.
Desde la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), tras el histórico acuerdo de paz en 2016, otros grupos armados en Colombia han crecido en fuerza y tamaño, cada uno buscando una mayor participación en las economías ilícitas del país. El Estado colombiano tiene un largo historial de lucha contra estos movimientos guerrilleros que buscan derrocar al gobierno de Bogotá. Pero los grupos armados actuales no tienen ningún interés en combatir al Estado. En cambio, su principal objetivo es controlar el territorio para obtener rentas ilícitas a través de la producción y el tráfico de drogas, la minería y el tráfico de armas. Sus principales adversarios son otros grupos criminales y las comunidades que puedan oponerles resistencia.
A medida que los grupos armados buscan soldados rasos para avanzar en su conquista de territorio, la tasa de reclutamiento infantil en Colombia ha alcanzado su punto más alto en más de una década. Entre 2021 y 2024, el número de reclutas reportado aumentó aproximadamente un 1000 por ciento, de 36 niños a más de 450. Sin duda, esta cifra oficial es inferior a la realidad, ya que muchas familias se niegan a denunciar la desaparición de sus hijos por temor a represalias. Encuentros recientes entre las fuerzas de seguridad colombianas y grupos armados sugieren que los niños constituyen una proporción alarmante de sus tropas. En enero, 112 miembros del Frente 33, un grupo armado que opera en la frontera con Venezuela, se entregaron a las autoridades; 20 de ellos eran menores de edad. Ese mismo mes, un enfrentamiento entre dos grupos armados rivales en Guaviare, en la Amazonía colombiana, dejó casi dos docenas de muertos; un tercio de los fallecidos eran menores de 18 años. Testigos contaron que muchos de los niños lloraban y corrían asustados cuando empezaron los disparos.
El Cauca, una región rica en minería, cultivos ilícitos y rutas de tráfico, se ha convertido en un foco del conflicto armado colombiano. Un alto oficial militar describió la región como “una despensa de reclutamiento de menores”. Tres cuartas partes de las víctimas de reclutamiento forzado reportadas el año pasado provenían del Cauca. Los reclutadores engañan, atraen, persuaden o simplemente raptan a los menores de sus hogares y los envían por todo el país, donde son vendidos al mejor postor. Menores del Cauca han sido rescatados por civiles, recuperados por el ejército o encontrados muertos en combates en lugares tan lejanos como la Amazonía y la frontera con Venezuela.
El asesinato de Tumi no es solo una tragedia personal. Revela un hecho alarmante sobre los grupos armados y criminales de Colombia: ninguno de ellos podría ejercer el control que ejerce en la actualidad sin que estos menores estén en sus filas. Sin estos soldados, que reciben poca remuneración y apenas están entrenados, y sin la ventaja que ellos proporcionan, no sería posible mantener el conflicto en su escala actual.
Aparte de los esfuerzos de personas como Tumi, poco se ha hecho para prevenir el reclutamiento infantil en Colombia. Los programas de rehabilitación gubernamentales a menudo no logran abordar las complejas necesidades de los menores rescatados, muchos de los cuales sufren traumas psicológicos y estigma social, y están expuestos a represalias. Un pequeño número de grupos de la sociedad civil ayuda a los jóvenes colombianos a resistir la tentación del reclutamiento, proporcionándoles espacios seguros para practicar deportes y otras actividades extraescolares. El Departamento de Estado de EE. UU. y de la Agencia de EE. UU. para el Desarrollo Internacional (USAID) apoyaban algunos de estos programas, los cuales se enfrentan ahora a un déficit de financiación que podría ser insuperable a corto plazo, y es probable que muchos cierren.
Ante el vertiginoso aumento del reclutamiento infantil, el gobierno colombiano, las fuerzas de seguridad y sus contrapartes internacionales deben priorizar lo que Tumi me dijo que era su objetivo: “Sacar a los niños de la guerra”. Bogotá debe aumentar la protección y las oportunidades económicas para los jóvenes, presionar a los grupos armados en la mesa de negociaciones para que paren el reclutamiento infantil y ayudar a los menores rescatados a recuperarse y reintegrarse a la sociedad. Es hora de negarles a los grupos armados y criminales colombianos los menores de los que dependen para ejercer control.
EL REGRESO DE LA HISTORIA
El reclutamiento infantil ha sido parte del conflicto interno colombiano desde hace mucho tiempo. La Fiscalía descubrió que, antes de dejar las armas en 2016, las FARC habían reclutado a casi 19 000 menores a lo largo de dos décadas. Otros grupos armados que continúan activos, tal como el izquierdista Ejército de Liberación Nacional (ELN), también han reclutado menores. Los paramilitares de derecha, que se desmovilizaron a principios de la década de 2000, reclutaron al menos a 2800 menores durante aproximadamente una década.
En los primeros años después de la firma del acuerdo de paz de 2016 entre el gobierno colombiano y las FARC, el reclutamiento infantil se redujo drásticamente, a solo unas pocas docenas de nuevos casos reportados al año. Pero después llegó la pandemia de COVID-19. Los menores de las zonas rurales de Colombia estuvieron fuera de la escuela durante 18 meses o más, lo que los dejó sin oportunidades educativas, formas de socializar y sin espacios seguros. Los docentes en Colombia suelen ser los más indicados para detectar si un menor ha sido reclutado, ya que se pueden dar cuenta e informar cuando deja de asistir a clase. Sin esas protecciones, los grupos armados irrumpieron. “Los reclutadores tienen todo un repertorio”, me dijo Tumi. “Les ofrecen oportunidades económicas y aventura”.
A finales del año pasado, entrevisté a más de una docena de menores que habían sido reclutados y posteriormente rescatados o que habían logrado resistir a un intento de reclutamiento. Las niñas, a quienes buscan con casi la misma frecuencia que a los niños, suelen recibir propuestas de los reclutadores hechas a su medida. Una adolescente dijo que se sintió atraída por la promesa de escapar de un hogar violento y “andar por todo lado, por allá y por acá, ser libre”. Al ingresar al grupo, otras niñas le dijeron que habían ingresado esperando coches de lujo, ropa bonita y novios ricos. Una lideresa indígena que rastrea el reclutamiento dice que a las niñas les han ofrecido de todo, desde formación en liderazgo femenino hasta cirugías estéticas con todos los gastos pagos. A los niños les dicen que ganarán dinero rápido, con acceso a motocicletas, teléfonos móviles y chicas. Muchos dicen que sí sin comprender las implicaciones. “A veces un joven, actúa sin pensar”, me dijo Tumi. “Uno mete un pie primero, luego los dos pies en el agua y después ya no hay nada que hacer”.
El reclutamiento puede ocurrir en cualquier lugar. A menudo, el primer contacto se da a través de las redes sociales. TikTok está repleto de videos publicados por grupos armados que muestran las supuestas ventajas de la vida en la tropa: fiestas en clubes, ropa de diseñador, armas de fuego y camionetas Toyota nuevas. La propuesta es más difícil de resistir cuando proviene de un contacto conocido, como un vecino o un compañero de clase, como ocurre con frecuencia en el Cauca. “Los grupos mantienen presencia fuera de los colegios, con sus carros, sus motos, sus celulares, y hasta tiendas de trago, para que [los menores] vean la ‘buena vida’”, me dijo la lideresa indígena que rastrea el reclutamiento. Seis rectores de escuelas en el norte del Cauca recibieron amenazas de muerte el año pasado cuando intentaron limitar el acceso a las zonas escolares.
La Defensoría del Pueblo me explicó que ahora mapea no solo los infames corredores del narcotráfico en Colombia, sino también las rutas que utilizan los reclutadores para traficar niños y niñas. Los menores raptados en el norte del Cauca terminan en media docena de grupos armados diferentes en todo el país. En mayo de 2024, el ejército detuvo una camioneta procedente del Cauca con unos 40 niños reclutados con destino al Guaviare. En el transcurso de un año, entre mediados de 2023 y 2024, los militares rescataron a aproximadamente 75 niños en Arauca, en la frontera con Venezuela; la mayoría eran del Cauca, a más de mil kilómetros de distancia.
Algunos reclutadores pertenecen a un grupo armado en particular. Otros son traficantes independientes que venden a sus víctimas al mejor postor. “Cada niño tiene su precio”, me dijo Tumi. “Dependiendo de sus características”. Los niños se venden por unos $120 dólares; las niñas bonitas, por más de cuatro veces ese monto. Oficiales del ejército confirmaron que esto es verdad, añadiendo que quien logra reclutar a un menor recibe una parte de su precio de venta. Las autoridades indígenas también han registrado casos en los que los menores negocian su propia salida de un grupo armado prometiendo reclutar a tres o cuatro de sus amigos para que ocupen su lugar.
CAPTURA DE LA COMUNIDAD
En el norte del Cauca, el reclutamiento infantil se convirtió en parte de una estrategia más amplia de intimidación por parte del grupo armado dominante, el Frente Dagoberto Ramos, fundado tras el acuerdo de paz de 2016 por exintegrantes de las FARC que abandonaron el proceso de reintegración. Se sospecha que el grupo esta involucrado en el asesinato de la mayoría de los más de 133 líderes sociales indígenas asesinados en el norte del Cauca entre 2016 y 2024. En la misma región, el grupo armado compra cosechas de coca y marihuana y financia obras públicas; muchos residentes dependen del grupo para obtener ingresos. “Abren vías, pagan para arreglar la salud, sacan los enfermos, ofrecen trabajo”, me dijo un indígena mayor. “El mensaje [a la comunidad] es: ‘Nosotros somos quienes ayudan, no la autoridad indígena’”. El Estado colombiano nunca ha tenido una presencia real en estas zonas remotas, y ahora las instituciones civiles afirman no contar con la seguridad necesaria para mantener los servicios regulares.
En el vacío dejado por el Estado, el norte del Cauca ha sido testigo de no menos de 850 casos de reclutamiento infantil tan solo en los últimos cinco años, según las autoridades indígenas. Para que un grupo armado pueda mantener sus operaciones, necesita soldados rasos que intimiden a la población, vigilen el territorio y estén atentos a los enemigos. “Cada vez que reclutan es dinero para ellos [los grupos], porque necesitan controlar vastas áreas”, me dijo un comandante militar. “Si tengo tres grupos [de tropas], puedo controlar tres zonas. Si tengo 100, controlo 100”. Pero reclutar menores no se trata solo de acumular tropas. También destroza la resistencia de la comunidad y mantiene a las familias en silencio. Es poco probable que las madres y padres de menores reclutados se pronuncien contra un grupo armado, por temor a que a las consecuencias que tengan que pagar sus hijos e hijas que están con ellos.
Dentro de las filas de los grupos armados, los menores realizan todo tipo de tareas. Quizás la más vital para los grupos es lo que Tumi describió como “la cortina”: un perímetro de tropas prescindibles que protege a los principales líderes y combatientes. Los menores que entrevisté describieron haber recibido muy poco entrenamiento antes de recibir su primera arma. “Uno ve niños con fúsiles más grandes que ellos mismos”, me dijo un colega de Tumi. Los menores son enviados a patrullar zonas remotas por días sin comida ni provisiones.
Otros reclutas sirven a los comandantes cocinando, lavando platos y realizando diversas tareas domésticas. Muchos sufren abusos sexuales. Una niña de 14 años que dio su testimonio a los mayores de la comunidad dijo que, una vez dentro del grupo, se dio cuenta rápidamente de que la mejor forma de minimizar su sufrimiento era volverse cercana al comandante, quien la usaba a su antojo. Esto normalmente impedía que otros abusaran de ella, a menos que le pagaran al comandante para que les diera permiso de hacerlo. “Se llevan a las niñas a lugares muy lejos, solas, también a vender el cuerpo”, me dijo una anciana. “O se acostumbran o se mueren”.
Cada año, decenas de menores intentan escapar. En diciembre, el ejército colombiano encontró fosas comunes con restos de menores que habían sido reclutados. Los líderes de las comunidades indígenas confirmaron que algunos de ellos eran fugitivos conocidos que habían logrado contactar a sus familias o a las autoridades locales y estaban esperando ayuda. Es casi seguro que fueron asesinados como castigo por escapar, una práctica común para disuadir a otros de hacer lo mismo.
MISIÓN DE RESCATE
Desde que el presidente Gustavo Petro asumió el cargo en 2022, su administración ha intentado negociar la paz, o al menos desescalar el conflicto, con diversos grupos armados y criminales. Poner fin al reclutamiento infantil es una de las prioridades para Bogotá. Pero tras más de dos años de intentos de diálogo, los grupos armados siguen negándose a hablar de la liberación de menores.
Todos los grupos armados y criminales de Colombia tienen menores en sus filas, pero el problema es más pronunciado en el principal grupo insurgente que aún subsiste, el ELN y las disidencias de las antiguas FARC. Las conversaciones iniciales con el ELN sobre el reclutamiento de menores se estancaron cuando el grupo rechazó la sugerencia de que recluta forzosamente, argumentando que los niños y niñas de 14 años o más son capaces de tomar sus propias decisiones. Las negociaciones entre el Estado y el grupo están actualmente congeladas.
Las conversaciones avanzaron más con un grupo disidente de las FARC conocido como Estado Mayor Central (EMC), del cual hace parte el Frente Dagoberto Ramos en el Cauca. Los líderes del grupo firmaron un alto al fuego bilateral con el Estado en octubre de 2023 en el que se comprometían a proteger los derechos de los menores. Sin embargo, según la Defensoría del Pueblo, comunidades locales y las fuerzas de seguridad, los comandantes del grupo continuaron reclutando. En marzo de 2024, Petro suspendió el alto al fuego con el EMC en el Cauca y otras zonas con presencia conocida de menores reclutados, lo que llevó a la disolución del EMC en varias facciones, de las cuales solo una sigue en conversaciones.
Las dificultades para que el gobierno negocie el fin del reclutamiento infantil sugiere que la administración no ha presionado lo suficiente a los grupos armados y criminales para que aborden el problema. Bogotá debe garantizar que los futuros acuerdos de cese al fuego u otros acuerdos incluyan compromisos específicos para llevar a cabo un censo de menores combatientes, elaborar un plan para su liberación y poner fin al reclutamiento. Los grupos armados serán reacios a aceptarlo, ya que dependen en gran medida de los menores como fuerza táctica y temen que liberarlos pueda hacerlos parecer débiles frente a sus rivales criminales. Para mitigar estas preocupaciones y evitar la estigmatización de los menores liberados, el gobierno podría sugerir un proceso discreto de desmovilización y no hacer públicos sus avances de inmediato. La Fiscalía también podría priorizar las investigaciones sobre reclutadores en serie y llevar los casos a juicio con celeridad.
De igual manera es esencial redoblar los esfuerzos para evitar que los menores se unan a los grupos armados y ayudar a quienes escapan a encontrar un camino de regreso a la infancia. En comparación con lo que se necesita, un comandante militar regional me dijo que el Estado no ha hecho “nada, nada, nada”. Las comunidades han pedido más espacios seguros para los menores, maneras de ocupar su tiempo libre y mayor protección policial en las escuelas. Los colegios también deben brindar a los menores una mejor educación sobre la guerra; muchos de los reclutados son atraídos sin tener ningún conocimiento de la realidad de la vida en un grupo armado. Adicionalmente, el Estado necesita una oferta más integral de servicios para proteger y rehabilitar a los menores que logran escapar o son rescatados de los grupos armados. Muchas niñas son condenadas al ostracismo tras su regreso, etiquetadas como exnovias de hombres armados. Otros menores corren un grave riesgo de ser reclutados nuevamente o de ser asesinados en represalia por haber escapado.
El Departamento de Estado de Estados Unidos y USAID se encontraban entre los mayores financiadores de programas comunitarios para prevenir el reclutamiento de menores, hasta que en enero se interrumpió abruptamente este apoyo. En septiembre de 2023, el Departamento de Estado había elegido a Colombia como país prioritario para poner fin al reclutamiento y firmó el Pacto de Protección de la Infancia entre EE. UU. y Colombia, que incluía $10 millones de dólares para proyectos como medidas de seguridad para atrapar a traficantes, atención a víctimas de trauma y un estudio exhaustivo de los riesgos para los menores, incluido el reclutamiento. Esto se sumó a la asistencia que USAID venía brindado por más de una década a proyectos que proporcionan espacios seguros después de la escuela y ayudan a excombatientes a reintegrarse a la vida civil. La desaparición de este apoyo crucial deja a comunidades como la de Tumi más expuestas. Bogotá debe dedicar suficientes recursos a estas iniciativas y, ante la falta de ayuda de EE. UU., otros donantes internacionales, como Canadá y la UE, deben intervenir para llenar el vacío.
Detener el reclutamiento infantil es más que una obligación moral. Es una forma de debilitar a los grupos armados y criminales que dependen de reclutas baratos para mantener su control. EE. UU. debe reconsiderar la decisión de parar los proyectos que salvan vidas, y reconocer que detener estas tácticas de reclutamiento resulta vital para el objetivo declarado de Washington de combatir el narcotráfico. Mientras tanto, Bogotá debe ayudar a las comunidades a resistir la presión sobre sus hijos e hijas proporcionándoles servicios básicos y protección, cuya ausencia los reclutadores criminales pueden explotar. Proteger a los menores colombianos sería un golpe estratégico contra los grupos armados, algo que Tumi sabía muy bien. “Somos todos objetivos militares porque nos negamos a participar, a colaborar”, me dijo, “Les negamos lo que necesitan”.
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